Música.

Caía la lluvia con fuerza. Desde la ventana se apreciaba ese olor tan característico del agua, la tierra y el aire juntos. Petricor lo llaman. Dejé una ranura abierta para que la habitación se contagiara de ese aroma fresco y acomodé la mecedora con un cojín para sentarme.

Alargué la mano y tiré de uno de los cajones de una gran cómoda. Saqué una caja de latón que en otro tiempo había servido para guardar galletas de mantequilla y la abrí con nostalgia.

Unas horquillas de la infancia, fotografías antiguas con los bordes dentados, canicas, piedras lisas y suaves que fueron erosionadas por el agua de algún río, sobres con cartas de amor, una caja de música…

Iba tocando todas las cosas poco a poco, apenas sin desordenarlas, como si los recuerdos fueran a llegar más rápido con mi tacto sobre ellas. Cogí la caja de música y sacándola del tumulto de recuerdos, cerré la de latón. La volví a dejar en la cómoda y empujé el cajón. La lluvia no cesaba y eso me gustaba.

Era de madera oscura y su diseño más bien sencillo. La guardé entre mis manos durante varios segundos y suspiré mirando hacia el techo. Los sigilosos dedos movieron la manivela y unas notas agudas nacieron. Desempolvé en un breve instante esa música y resultó tan extraordinario que fue digno de repetirse una vez y otra y otra. Esa melodía encantaba mis oídos como la flauta a la serpiente. Traía consigo tantos recuerdos… Me recliné aún más en la mecedora y mientras mis sentidos disfrutaban con el sentir de la lluvia, mi alma se aferraba a esa imperecedera canción.

Recordé las viejas películas en el cine de verano, la brisa del mar y el olor a regaliz y a algodón de azúcar, el primer amor y las mariposas en el estómago.
Sentí una profunda nostalgia. Me había vuelto a enamorar de aquel tiempo que ya viví, de las emociones que emanaban de esos recuerdos y, no sé de qué manera, pude ver con claridad, después de tanto tiempo, lo que mis ojos ya habían dejado por imposible. La magia de una caja minúscula hizo posible, de nuevo, ver con el corazón. Era la ceguera en mi pecho y no la de mis ojos, la que no me permitía distinguir.

Paré la música paulatinamente y volví a guardar la cajita entre mis manos como un tesoro. Cerré mis ojos y volví a suspirar. Ahora llovía en mí. No hubo mayor melancolía que la del confinamiento de esas notas que esperaban salir.

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