Otoño.

Cerré la puerta con energía y me dirigí, con decisión, a las escaleras del bloque de pisos donde vivía. Tarareaba una canción que no sabía muy bien de dónde había sacado y, a la vez, descendía escalón a escalón dando saltitos al son de mi música.

Salí del edificio y un golpe de aire fresco me sorprendió. Inmediatamente después, me topé con la humanidad: coches con rumbo fijo, personas que iban y venían, animales, vida que no cesaba un instante.

Giré la esquina y avancé calle abajo, sin darme cuenta de por dónde iba, dejándome llevar por el tumulto que circulaba por allí. Mi marcha dibujaba un camino de vaivenes, pasos resueltos y parones en seco para mirar escaparates y los chicles usados y pisoteados que la gente había ido tirando al suelo.

Las nubes se agolpaban poco a poco en el cielo azul y el canto de los pájaros, los cláxones de los coches y las risas de los transeúntes tornaban melódica la ciudad.

Seguí mi impredecible ruta hacia un parque que el otoño había vuelto rojizo y amarillento. Los matices de los colores eran armónicos y se vislumbraba en la penumbra de la tarde, a lo lejos, los tonos cobrizos del entretiempo y el juego de luces vespertinas.

Llegué casi sin darme cuenta. La entrada, una gran puerta de forja algo oxidada, estaba abierta de par en par, así que pasé. La temperatura era agradable, la idónea para llevar una chaqueta vaquera sin abrochar y ese vestido veraniego que aún me resistía a guardar. Sí. Ese que tiene volantes y la espalda al aire.

Mientras caminaba por una senda de piedras labradas, revivió una leve brisa que revolvió mis cabellos y, sin éxito, intenté apartarlos de mi rostro para poder ver. A ese aire revoltoso se le sumó algún rayo de sol distraído que fue a parar a mi cara y, como un acto reflejo, guiñé los ojos durante un segundo.

Los anaranjados tonos se seguían desprendiendo en el cielo y eso embellecía el atardecer. Se distinguían el graznar de algunas aves, los estallidos de los globos de algunos niños, que fueron a parar a las ramas de unos árboles y sus risas y la meliflua música de un violín, que contrastaba en aquel bullicio. Era la banda sonora perfecta para ese momento.

El sol me estaba cegando en parte, pero no me resigné y encajé mi mano en la frente cual visera. Me sentía realmente bien. Respiré profundamente llenando mis pulmones de aire puro y una sonrisa complaciente me inundó. Creo que en ese momento fui feliz.

Después, seguí con la vista uno de los globos que se había librado del estallido y que se fue perdiendo en la inmensidad del cielo. Entretanto, me giré poco a poco sobre mí misma y, lamentando perder de vista esa bomba de látex de color rojo que vagaba sin orden fijo, me di cuenta de que un desconocido me miraba complacientemente y me regalaba su mejor sonrisa.

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