Libros

La calle de esa ciudad con poca luz dejaba que diera mis pasos hacia lo que sería mi más singular deambular desde hace algunas semanas. Primero el pie derecho, luego el izquierdo, luego un pequeño saltito casi a un tiempo con los dos. La inercia me llevaba a algún lugar. Los charcos manchaban las aceras llenas de pasos de otros viandantes que apenas se distinguían bajo los paraguas.Giré la cabeza deprisa, como si alguien me llamase en ese instante, y descubrí a lo lejos una multitud de puestos que adornaban la Plaza Mayor. Sentía curiosidad por ver qué prodigios guardaban aquellas casetas de forja, madera y plástico. Más personas revoloteaban allí.

Libros.

De todas las clases, tamaños y colores.
Reparé en aquel tumulto de obras casi en perfecto orden, colocadas encima de unas mesas cubiertas con unas telas oscuras que llegaban a ras del suelo. Miraba con curiosidad, como si buscase algo en concreto. Mi atención se veía distraída por las encuadernaciones de libros antiguos forrados con telas de rojo inglés y filigranas doradas.La memoria de la poesía impresa en todas esas páginas me llevó a coger un libro al azar. Lo abrí por la mitad y con los ojos cerrados inhalé el olor de la tinta estampada, de las páginas raídas y amarillentas con versos subrayados, de los años, los amores y las guerras que los ojos que las leyeron habían pasado. Neruda y sus Veinte poemas de amor. La canción desesperada al final y una nota con una caligrafía impecable que rezaba:

“Neruda no la quiso tanto a ella como yo la amo a usted, mujer mía.

1953”.

Guardado, en un rincón de una ciudad cualquiera, entre cajas rebosantes de versos y de prosa, me encontré cara a cara con los restos de un enamorado. Con el tacto del amante que regaló esa obra. Con el olor de su historia de amor.

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