Era.

Con su blanca palidez
me demostraba cuan brillante
podía ser el sol en los otoños más fúnebres.

Su rostro áureo e inocente
parecía una máscara salida de Venecia
volando entre mares de góndolas.

Su perfume siniestro
marchitaba a su paso
las flores más dulces.

Y su impetuosa voz,
¡ay!
su voz se alzaba contra injurias
una vez creídas
hálitos de purpúreos ángeles.

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