La rosa.

Acercó su cara a la rosa, porque haberlo hecho al contrario hubiese sido alta traición. Era larga y esbelta y no conocía la molestia de estar llena de espinas.

Inspiró su aroma, como cuando la abuela hacía galletas caseras y se impregnaba el olor en toda la casa. Era la belleza materializada, tangible.

La miró mientras la giraba sobre sí misma trescientos sesenta grados en un movimiento lento y sin pausa.

Su perfección era absoluta, incluso en los pétalos que se habían comenzado a marchitar y poseía un color intenso, propio de la primavera. Ella lo deseó para sus labios, de manera que, sutilmente, la besó.

Ese romanticismo vino abocado al fracaso al instante siguiente en el que dejó la flor en un jarrón y ya nunca más se supo.

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